1984 no es solo el año en donde se fundaron las comunas de Peñalolén y Macul en Santiago, bajo la ley número 1-3260. Tampoco es únicamente el año en donde Chile y Argentina firmaron en Roma el tratado de paz, poniendo fin al conflicto del Beagle. Es todo esto, pero es algo más. Es también, y por sobre todas las cosas, el nombre de una maravillosa novela de George Orwell.
Desarrollada en un futuro Londres, la novela supone la existencia de tres grupos claramente diferenciados: aquellos que son parte externa de una especie de Partido Único, los que forman parte de un círculo interior del partido y por supuesto, una masa de gente, a la que el Partido debe mantener con la mente ocupada, divirtiéndose y sin la menor inquietud de rebelarse.
Una de las tensiones existente a lo largo de la novela, es la relación que se establece entre el Ojo (con mayúscula) que observa, vigila y castiga si es necesario, representado en el Estado burocrático y opresor, frente a los miembros que viven sometidos a una política de asfixia y control subjetivo, con el firme propósito de que no puedan pensar libremente. El Estado tiene, siguiendo a Max Weber, el monopolio de la violencia física, que se traduce en la capacidad de ejercer vejámenes sobre su población, sobre todo hacia aquellos miembros que representan la infidelidad en la adhesión a la causa nacional.
A lo largo del relato, se van sucediendo diferentes guerras entre los bandos existentes. No hay lealtad entre ellos, ya que los que eran afines y peleaban contra otro, pueden deshacer su pacto y unirse a quien fue hasta hace poco su enemigo, y enfrentar a quien fuera su aliado. La guerra es algo permanente porque, y esta es otra de las tramas de la novela, el objetivo del conflicto militar es mantener al pueblo pobre, ignorante y que logre manifestar todo el odio que siente por su vulnerabilidad contra países extranjero.
Ese modelo llegó a nuestras casas de manera masiva, junto con la llegada del nuevo milenio. Se inició en Holanda en 1999, y se masificó de la mano del Gran Hermano. A partir de allí la televisión se tornó monopólica. O mejor, monopolizó, y de esa manera logró colonizar la subjetividad de aquellos que se pasaban horas frente al televisor simplemente mirando lo que otros hacían en una casa encerrados. De pronto, cada uno de los que fijaban su mirada en las pantallas sentía que se convertían en el Gran Hermano. Ellos, los televidentes, suponían ser los controladores, los que observaban y los que, erróneamente, creían que con sus votos telefónicos, decidían acerca de lo que habría de suceder allí dentro.
La conclusión resultó inversa. El televidente fue cooptado por el Gran Hermano. Fue (sigue siendo) una víctima de la gran pantalla que lo sumergía a un universo ficticio donde imaginaba que tenía poder y el control. Una vez más, la mayoría termina siendo esclava de una pequeña minoría, no solo en esta época del año donde la libertad se torna un concepto central, sino en todo momento.
Pocos años han pasado desde que se instaló este formato de programa televisivo y la sensación de ser controlados por pantallas se ha vuelto exponencial. Celulares, tablets, comunicación permanente que nos hace sentir que estamos en todos lados y al mismo tiempo, en ninguno de ellos.
Este año en donde las noches de Pésaj fueron claramente diferente a las otras noches (de otros sedarim de Pésaj), se han multiplicado las opciones de participación.
Claro que en el siglo XXI, con tanta capacidad de viajar permanentemente, resulta extraño el hecho de no poder ni siquiera (en las situaciones más extremas) poder salir de mi casa. Tener que pedir un permiso para las compras más básicas se convirtió en una nueva experiencia. El tiempo en que permanecemos frente a una pantalla se incrementó. Estudiamos, trabajamos, conversamos, nos entretenemos, miramos series y películas, documentales y hasta creamos actividades en nuestra casa que en cuestión de segundos, las compartimos en la pantalla para que otros, en la misma situación que nosotros, puedan ser parte de eso que estamos viviendo.
Como líderes espirituales en tiempos de encierro, nos enfrentamos a múltiples interrogantes durante este Pésaj. ¿Cómo ser capaces de estar por encima de todas estas cosas? ¿Cómo poder hablar y practicar un acto liberador, en un contexto donde las libertades físicas se encuentran restringidas por ordenanzas nacionales? Ordenanzas con las cuales, dicho sea de paso, acordamos plenamente.