Por Fernando Ramos
En ocasión de sus cien años de vida, don Isaac Testa Arrueste comparte con nosotros sus recuerdos, enseñanzas y reflexiones en una extensa conversación que abarca su infancia en Monastir, la inmigración a Chile, su vida familiar, el trabajo, la comunidad y los profundos cambios que ha presenciado en un siglo de historia.
Isaac Testa nació en 1925 en Monastir (hoy Bitola, Macedonia del Norte). Pasó su infancia bajo el cuidado de su madre y de su abuelo paterno, pues su padre había emigrado tempranamente a Chile buscando mejores oportunidades tras la crisis económica mundial. De aquellos años recuerda tanto las dificultades como la fortaleza de la vida comunitaria judía en el barrio de La Tabana, donde su abuelo era una figura central de solidaridad y ayuda. Allí aprendió el valor de la empatía, de la ayuda mutua y de la fuerza que nace de la vida en comunidad.
En la década del treinta, la familia logró reunirse en Chile, instalándose primero en Temuco.
Allí Isaac estudió en la escuela pública, en el liceo y luego en el comercial. Sin embargo, la temprana muerte de su madre marcó un duro golpe para la familia. Con el tiempo, ya en Santiago, comenzó a trabajar junto a su padre en el comercio, aprendiendo un oficio que sería su vocación de vida.
Tras años de esfuerzo, se independizó y levantó sus propios negocios, primero en La Vega, luego en el centro y más tarde en Plaza Egaña, consolidándose como comerciante.
En 1955 contrajo matrimonio con Paulina Kirchborn, con quien compartió décadas de vida y formó una familia compuesta por sus hijas Sarita, Susana y Jacqueline, y su hijo Daniel. Habla con orgullo de cada uno de ellos, reconociendo en su trayectoria la mayor felicidad de su vida. La dedicación a su hija Jacqueline, quien sufrió una enfermedad que la hacía depender de cuidados especiales, es reflejo de su amor y fortaleza. Sus otras hijas abrieron caminos en Chile e Israel, mientras que Daniel vivió en Israel y allí tuvo una experiencia decisiva.
Daniel, su hijo menor, cumplió con el servicio militar en la Hatzavá (Tzahal). Ese periodo le dio disciplina, carácter y también la oportunidad de aprender un oficio ligado al ámbito administrativo y técnico. Esa formación se transformó, con el tiempo, en una profesión de gran relevancia en Chile. Al regresar, pudo incorporarse a empresas importantes y desarrolló una carrera respetada, demostrando que la experiencia en Israel había marcado su vida de manera positiva y duradera.
Hoy, a sus cien años, don Isaac no sólo mira hacia atrás con gratitud, sino también hacia el presente con alegría. Puede contar con orgullo que tiene ocho nietos y ocho bisnietos, quienes representan la continuidad de su legado.
Cada encuentro familiar es para él una celebración de la vida, una confirmación de que todo el esfuerzo, el sacrificio y el amor que entregó a lo largo de su vida han dado fruto. “El mayor logro —dice con emoción— ha sido la formación de mi familia. Ver a mis hijos, nietos y bisnietos unidos es la mayor felicidad que puedo tener”.
Al preguntarle por los cambios que más lo impresionaron en cien años, don Isaac señala dos momentos claves: la tragedia de la Shoá, que alcanzó a su familia materna en Monastir y los llevó al exterminio, y la irrupción de la tecnología moderna, que transformó radicalmente la comunicación y la vida cotidiana.
“Hoy uno puede hablar y ver a un hijo en Israel en segundos; antes era impensable”, comenta con asombro.
El contraste entre la lentitud de las cartas y la inmediatez de la videollamada resume, en gran medida, el impacto de un siglo de avances.
También recuerda con emoción la llegada de inmigrantes judíos alemanes a Temuco en los años treinta y la solidaridad que la comunidad mostró hacia ellos, dándoles acogida, educación en castellano y un espacio para mantener sus tradiciones religiosas. Esa hermandad, afirma, fue una de las grandes fortalezas del pueblo judío en Chile, un ejemplo de unidad que siempre ha tratado de transmitir a las nuevas generaciones. Esa experiencia lo marcó profundamente y reforzó en él el compromiso de apoyar siempre a quien lo necesite.
En su trayectoria comunitaria, don Isaac participó activamente en instituciones como el Círculo Israelita y el Estadio Israelita, y en los últimos años ha encontrado en la residencia Bet Israel un espacio de compañía y nuevas amistades.
“Aquí me siento cómodo y agradecido; he formado nuevos amigos y estoy bien acompañado”, afirma.
Recuerda con cariño las actividades sociales, las conversaciones compartidas y la oportunidad de mantenerse activo en un entorno donde la tradición judía sigue presente. Con orgullo reconoce que esa vida comunitaria ha sido un pilar fundamental en su existencia.
Sobre su secreto para alcanzar los cien años, lo resume en una palabra: moderación. “Hay que probar de todo, pero sin excesos, y mantener siempre hábitos sanos”. A la juventud les deja un mensaje claro: “Que estudien, que viajen, que aprovechen lo máximo que la vida les da y que lleven una vida sana para llegar tan lejos como yo”. Añade también que es fundamental la unidad familiar y el sentido de pertenencia a la comunidad, pues sin ello, dice, la vida pierde parte de su esencia. Subraya que su mayor felicidad ha sido ver que sus hijos y nietos han sabido continuar ese camino de valores y esfuerzo.
Al concluir la entrevista, don Isaac se emociona al resumir su vida en una sola frase: “Dar gracias a Dios”.
Su historia es testimonio de resiliencia, fe y familia. Una vida que abarca un siglo y que, con humildad y orgullo, deja un legado invaluable a las nuevas generaciones de nuestra comunidad. Al repasar sus recuerdos, su voz transmite serenidad y gratitud. Ha vivido mucho, ha enfrentado desafíos y ha sabido construir una vida plena. Sus cien años son también los de una comunidad que lo ha acompañado, y cuyo futuro se alimenta de ejemplos como el suyo. Cada palabra de don Isaac encierra una enseñanza para quienes hoy continúan construyendo el porvenir.