Actualidad, KEREN HAYESOD

Hablemos de Israel

Por: Roberto Avram, Sheliaj Keren Hayesod 

En esta edición de la revista Shalom, con motivo de los 77 años de independencia del Estado de Israel, quiero salirme un poco del enfoque que todos los meses le damos a nuestra columna y llevarles una historia personal. Una historia de amor por Israel.

Un amor que no nació en un instante, sino que fue sembrado por el dolor, cultivado en la esperanza y fortalecido con el tiempo. Un amor profundo, comprometido, imperfecto y sin condiciones.

Mi identidad judeo-sionista comenzó a forjarse con dos imágenes que marcaron mi adolescencia. Aunque no vivía en Argentina, el atentado a la AMIA en Buenos Aires sacudió todo el continente y entendí, siendo aún muy joven, que ser judío en la diáspora también era vivir con temor y antisemitismo. Luego vino el asesinato de Rabin, un golpe interno, de esos que duelen el doble. Porque no fue un enemigo externo. Fue entre hermanos. Aún siendo un niño, entendí que el sueño de la paz era frágil, pero que valía la pena seguir soñándolo.

Fue en 2006 cuando todo se volvió personal. Ese año tuve el privilegio de representar a la Federación Sionista de Venezuela en el Congreso Sionista Mundial en Jerusalem, ese mismo congreso que en 1897, en Basilea, sembró las bases para el nacimiento de un Estado Judío. Allí entendí que Israel no es solo un país: es la concreción de un sueño colectivo, de generaciones que jamás se resignaron y sentir el peso de la historia y, al mismo tiempo, la fuerza de Am Israel, fue una revelación: yo también quería ser parte activa de este sueño colectivo. 

Pocos meses después hice aliá, junto a mis padres. Éramos tres personas y nueve maletas llenas de historia, incertidumbre y fotos de una Venezuela judía que ya comenzaba a desdibujarse. Yo tenía 23 años, muchas ilusiones, y un profundo deseo de pertenecer.

Aprender hebreo fue una batalla. Entender a su gente, con su franqueza a veces ruda y su ternura inesperada, fue otra. Pero Israel, como todo gran amor, no se deja amar superficialmente: hay que conocerla, sufrirla un poco, y sobre todo, vivirla de verdad. 

Recuerdo con nitidez mi primer Rosh Hashaná en la tierra prometida. Llevábamos apenas unas semanas en el país cuando nuestra vecina Edna, a quien apenas conocíamos, nos tocó la puerta. Al abrir, nos encontramos con un carrito de supermercado lleno de comida para celebrar las fiestas. Sin decir mucho, solo sonrió y dijo: Shaná tová. Desde ese día, cada viernes nos colgaba jalot en la puerta para que nunca nos faltara Shabat. Así fue como Israel comenzó a enseñarme su idioma más importante: el de la solidaridad.

Desde entonces, Israel no ha dejado de ser un espejo. He visto su resiliencia, su capacidad de reinventarse frente al dolor, su compromiso con la vida a pesar del miedo. También he sido testigo de sus luchas internas, de sus tensiones, de sus contradicciones. Pero amar a Israel no es idealizarla. Es abrazarla con todo lo que es y acompañarla en todo lo que aún puede llegar a ser.

Hoy, como tantos, siento un nudo en el pecho por los 59 secuestrados del 7 de octubre. Saber que quizás solo 22 siguen con vida es insoportable. Porque cuando uno ama a Israel, sus alegrías se celebran como propias, pero sus dolores también se lloran con el corazón en la mano.

Hablemos de Israel, entonces. Del pasado que nos marcó, del presente que nos desafía, pero sobre todo del futuro que aún podemos construir juntos. Porque amar a Israel no es solo mirar atrás nuestra historia, sino mirar hacia adelante con convicción.

Porque amar a Israel es, sobre todo, apostar por su futuro.